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septiembre 27, 2025

¿Cómo surgió Rusia?

Rusia suele entrar a escena con el Kremlin, los iconos brillando y los coros graves. Pero su arranque es mucho menos solemne y bastante más movido. Si nos vamos atrás, hasta los romanos, el archivo está casi vacío: de los eslavos, poco o nada. Los autores clásicos sí hablan de otros vecinos del norte del Mar Negro: primero los escitas y, más tarde, los sármatas, ambos pueblos iranios que cabalgaban la estepa y cruzaban lanzas con Roma. De hecho, “escita” a veces se usa como cajón de sastre para todo lo estepario. Los eslavos, en cambio, apenas asoman: alguna fuente griega menciona a “antes” o “esclavenos”, asentados entre el Vístula y el Dniéper —Polonia y Bielorrusia, grosso modo—, y poco más.

Salta a 814 y el mapa europeo tiene piezas grandes y ruidosas.

El Imperio Franco de Carlomagno se ha estirado hasta su muerte ese mismo año; Bizancio aguanta en Anatolia y en la Grecia actual; el Primer Imperio Búlgaro crece; por encima rondan ávaros y, ya más tarde, magiares; a orillas del mar Negro campea el caganato jázaro, un enigma con una rareza histórica: su conversión al judaísmo. A veces se ha querido ver ahí el origen de los judíos asquenazíes, pero las teorías más aceptadas los sitúan en el Levante. Y al este, los pechenegos, pueblo duro, que en su momento dará dolores de cabeza a los rusos. Bajo las tribus bálticas se extiende un mosaico de tribus eslavas, desde Novgorod hacia el norte, pasando por Kiev y la región de Cracovia. Escandinavia queda cruzando el Báltico. Y de allí bajarán los que van a mover la historia: los varegos.

“Varego” es como Bizancio y sus contemporáneos llamaban a los vikingos. El término nace del juramento: hombres ligado a un caudillo por palabra dada. Eran guerreros de élite —Bizancio más tarde tendrá su famosa Guardia Varega—, pero también sabían hacer números: comercio y, cuando hacía falta, “protección” a pueblos ribereños. Llegaban de toda Escandinavia, aunque muchos venían de Suecia. Dentro de ellos, un grupo particular: los Rus, originarios de Roslagen, al norte de Estocolmo, cerca de Upsala. En finés y estonio, a los suecos se les llama Ruotsi/Rootsi; el eco viene de expresiones como Roder, Rodsman o Rodskallar: gente de mar, remeros. La teoría más extendida es sencilla: “Rus” nace ahí, y con el tiempo “Rusia”.

Los varegos detectaron pronto dos cosas: el ámbar báltico se pagaba muy bien en el Imperio bizantino, y Europa oriental era un tablero de ríos conectados como arterias. Por el Volga podían bajar hacia el Caspio; por el Dniéper, alcanzar el mar Negro. La clave geográfica está en la meseta de Valdái, la loma suave entre Moscú y San Petersburgo que alimenta varias cuencas —Dniéper, Volga, Dvina Occidental— gracias a la nieve y a los desniveles justos. Desde el Ládoga, vía el Volkhov, llegaban a Novgorod y al lago Ilmen; de ahí remontaban el Lovat y, con un porteo por tierra —sí, barcas a hombros—, encadenaban con el Dniéper hasta Kiev y, río abajo, el mar Negro. Ámbar en las bodegas, plata bizantina de vuelta. Negocio redondo.

En ese cruce estratégico está Novgorod. Los eslavos de la zona primero intentan sacudirse el tributo varego; luego, hartos de pelear entre sí, acceden a que gobiernen. En 862, Rúrik funda la dinastía varega y se instala en Veliki Nóvgorod, la “gran ciudad nueva”. (Ojo: no confundir con Nizhni Nóvgorod, en el Volga, más poblada hoy pero con menos historia; en tiempos soviéticos fue Gorki). La tradición pintó la llegada como pacífica; estudios recientes matizan: al principio no hubo batalla, pero en algún momento la fuerza se hizo notar. Muere Rúrik en 879 y su pariente Oleg asume como regente del hijo de aquel. Oleg no piensa en corto.

En 882 baja por el Dniéper. Toma Smolensk, se asegura Liúbetch y apunta a Kiev. Allí mandan Áskold y Dir, también varegos que habían llegado antes. Oleg se disfraza de mercader, los saca de su fortificación con engaño y sus guerreros los rematan. Kiev cambia de manos. Nace el Rus de Kiev, el embrión que reclamarán después tanto Rusia como Ucrania. Su arco se estira desde la zona de San Petersburgo hasta el mar Negro y envuelve la cuenca del Dniéper, auténtica autopista de esa economía.

El Dniéper no es un río cualquiera. Hoy sigue siendo vital: nace apenas a 220 metros de altitud —Valdái no es el Himalaya—, recorre 2.280 kilómetros, cuarto de Europa tras Volga, Danubio y Ural. Atraviesa Rusia y Bielorrusia y, ya en Ucrania, sostiene a dos tercios del país, con medio centenar de ciudades y polos industriales bebiendo de él. En un afluente está Chernóbil; luego viene el embalse de Kiev y la propia Kiev; más abajo, Dnipro; más al sur, Zaporiyia —antiguos rápidos que antaño complicaban la navegación y, hoy, una central nuclear tristemente presente en los telediarios—; después Jersón y, al final, la desembocadura cerca de Odesa. Fue por ahí por donde Oleg, en 907, llevó una expedición hasta Constantinopla. Se encontró con puertas cerradas y el Cuerno de Oro encadenado. Solución de ingeniero vikingo: ruedas bajo los barcos, arrastre por tierra hasta plantarse ante las murallas. Funcionó. Los bizantinos prefirieron negociar y firmaron la paz: doce grivnas por cada barco ruso.

El poder varego tenía un defecto estructural: dividir heredades entre los hijos. Pasa en muchas sagas medievales y casi siempre termina igual: troceo, rencillas y guerra. Con todo, en 980 sube un príncipe con visión: Vladímir el Grande. A él se atribuye la cristianización del Rus de Kiev. Se cuenta que envió emisarios a comparar credos y quedó extasiado al ver Santa Sofía; también que su abuela Olga ya se había convertido. Hay mística, sí, pero el motor principal fue la política.

En Bizancio reinaba Basilio II, Porfirogénito —nacido “en púrpura”, es decir, hijo de emperador ya reinante—, y Búlgaróctonos para los cronistas, el “matador de búlgaros”. Gobernó de 976 a 1025: cuarenta y nueve años, solo Augusto lo supera en la Roma unificada. En 987, Basilio se vio acorralado por dos rebeliones (Bardas Esclero y Bardas Focas, cada uno por su cuenta). Necesitaba soldados. Vladímir, por entonces más enemigo que aliado, envió seis mil. Basilio contuvo a los rebeldes y pagó con lo que jamás había hecho Bizancio: la mano de su hermana Ana Porfirogénita para un pagano. Y pagano era Vladímir, pese a que el cristianismo corría por el Rus y pese a su fama de tener unas ochocientas concubinas. En 988, Vladímir se bautiza. No como trámite: actúa como príncipe ortodoxo, levanta iglesias y monasterios y usa la fe como pegamento político. Desde entonces, la ortodoxia se vuelve columna vertebral de la identidad rusa.

El último gran sol del Rus de Kiev será Yaroslav, el Sabio, también apodado el Cojo por una lesión. Se le representa con dos atributos: un templo y un libro. El templo es la Santa Sofía de Kiev, que ordena edificar en 1037 para conmemorar la victoria sobre los pechenegos del año anterior; si algún día pasas por Kiev, la catedral es un imán. El libro alude a su Pravda de Yaroslav, base de la futura Pravda Rus, el código que vertebró el derecho ruso durante siglos. Bajo su gobierno, el monje ruso Hilarión es nombrado Metropolitano de Kiev —cargo hasta entonces reservado a griegos— y escribe sobre Yaroslav y su padre, obra considerada el primer texto de la literatura rusa. Y ni siquiera la buena química con Constantinopla evitó el choque: en 1043, Yaroslav atacó la capital imperial. El resultado, paradójicamente, fue diplomático: su hijo Vsevolod se casó con una hija de Constantino IX. La pauta se repite: guerras y bodas como dos caras de la misma moneda.

¿Por qué ahí se agota la época dorada? Por la herencia partida. No hay primogenitura que concentre; hay reparto que fragmenta. Brotan principados rivales: la tierra de Novgorod, la de Smolensk, la propia Kiev y, muy en particular, Vladímir-Súzdal, de donde más tarde saldrá Moscú. Esa dispersión ya sería suficiente para llenar crónicas de intrigas, pero aún faltaba la gran sombra que venía del este. Esa es otra historia —la de los jinetes que incendian mapas— y llega en el siguiente capítulo.

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